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El primer medieval

Decir "Edad media" implica una curiosa contradicción, al menos desde el punto de vista de los medievales; pues estos se hubieran pensado a sí mismos como habitantes de una Edad final. 

El término Medium aevum nos viene de los humanistas de los siglos XV y XVI, quienes establecieron un periodo intermedio, tenebroso y oscuro, entre las luces de la antigüedad y una "nueva edad". Fue Petrarca, específicamente, quien imaginó una división entre la antigüedad y un periodo de alargada decadencia. Si bien Petrarca se consideró a sí mismo como perteneciente a la Edad oscura, también, de manera inusual, lanzó su imaginación hacia un futuro brillante, un renacer de las luces del pasado. Petrarca ha sido llamado el primer humanista, y con él inauguramos una concepción de la historia que permanece hasta nuestros días: Antigüedad clásica - Edad media - Modernidad.

No podemos decir que la Edad media terminó con Petrarca, pues mucho de "lo medieval" permanecería hasta muchos siglos después. Lo que sí podemos afirmar es que la idea de la Edad Media comenzó con él.

La concepción de la historia durante la Edad media, estaba basada en dos modelos predominantes, que poco tenían que ver con la noción tripartita de Petrarca. Los medievales concebían la historia bajo la luz de dos modelos: el de las cuatro monarquías, y el de las seis edades. En este último me centraré más durante el resto de la discusión. Sin embargo, ambos modelos dividían la historia del mundo en edades "seculares" seguidas por una última edad escatológica, un reino divino, la culminación de la historia en el seno de Dios: eterna. La última edad del mundo, según estos modelos, se inauguraba alrededor de la llegada de Cristo. Es decir, la historia del mundo se dirigía a su culminación, los días por-venir eran cortos, el drama de la humanidad ya se había desenvuelto en un pasado mucho más extenso que el futuro. Este habitante de los últimos días del mundo, de un mundo ya cansado que se precipita hacia su destino, es el habitante de la Edad media. Mundus senescit.

Se ha dicho que el habitante de la Edad media carecía de un horizonte de expectativas, que no tenía una proyección hacia el futuro. Esto contrasta agudamente con el habitante de la modernidad, quien siempre se mueve hacia adelante: progreso, destino manifiesto, ánimo civilizador. Si bien el moderno busca su destino histórico en el futuro, el medieval es su propio destino histórico. En él culminan los esfuerzos de la estirpe de Eva, las catástrofes, la guerras, las profecías y las revelaciones. En el medieval cristianizado, la salvación se ha hecho efectiva: ¡pobres de aquellas almas que murieron antes de la venida del Hijo, quien con su luz, vino a disipar las tinieblas del pasado!

El medieval, definitivamente, no se concibe a sí mismo como un habitante de una Edad oscura. El mismo Petrarca se ve dividido entre la compasión cristiana por las almas paganas de la antigüedad, y una admiración ferviente por los viri illustres. Es sólo cuando gana el segundo impulso, que la Edad iluminada por la llegada de Cristo, se torna en su imaginación en una Edad oscura.

La Luz del mundo, el destino del drama humano, llegó para inaugurar los días en los cuales la raza humana se dirigiría hacia Dios. Días extáticos de perfeccionamiento espiritual, días benditos en los cuales las preocupaciones materiales son secundarias a las necesidades del alma. La salvación está a la mano, y el milenio se acerca. Si tuvieras la certeza, lector, de que el reino de los cielos puede llegar cualquiera de estos días, que es casi palpable el regreso del Hijo, que los signos se multiplican a tu alrededor, que el mundo se derrumba desde sus cimientos para anunciar la Séptima edad, ¿pondrías demasiada atención al futuro?

En cierta forma, la historia de la Edad media es la historia de un alargamiento temporal. Los días ebrios de divinidad y redención de los siglos V y VI dieron paso a la restauración de Roma en la figura del Sacro imperio romano. ¿No es esto una señal? Siglos después, el Santo sepulcro era liberado y la Jerusalén terrestre estaba en manos cristianas nuevamente. ¿No es eso justo lo que anunciaría el fin de los tiempos? Los siglos y las generaciones iban y venían y sin embargo el mundo continuaba. La incapacidad de ser cristianos perfectos, de realizar una penitencia perfecta, para así rematar la última edad del mundo antes del reino de los cielos, se cristalizaría eventualmente en la culpa: el Salvador sería en adelante un ser atormentado, sangrante y doliente, un reflejo de la profundidad de estos habitantes de un mundo que se rehúsa a morir.

La idea de que el Redentor habría de retornar al mundo es muy anterior al siglo V. De hecho, ni siquiera es una idea exclusivamente cristiana. No obstante, en Occidente, la figura de la Edad final comienza a configurarse entre los cristianos. Pero para poder establecer un rompimiento, hace falta un genio que, al igual que Petrarca, logre instalarse en la encrucijada histórica y "viendo hacia atrás" sea capaz de ver hacia adelante.

En el año 410 Alarico y sus godos saquearon Roma. Una calamidad así no acaecía a la Ciudad eterna desde hace 8 siglos. El mundo romano se vio conmocionado. Algunos culparon a los cristianos, y al abandono de los dioses tutelares. Algunos vieron en la catástrofe un colapso trágico del imperio. No obstante, Aurelius Augustinus Hipponensis, también conocido como San Agustín, vio en el saqueo de Roma, sólo otro de los sucesos típicos de "las costumbres de la guerra". De hecho, Alarico respetó la persona de todos aquellos refugiados en las basílicas pues, contrario a la creencia de muchos, una gran parte de los bárbaros invasores ya se habían cristianizado. Según el santo, la luz del dios verdadero, en cierta forma suavizaba lo que de otra forma hubiera sido una masacre desmedida. Había que tomar la caída de Roma como otro suceso de la triste historia humana, quitar nuestras esperanzas de la Ciudad de los hombres y mejor ocuparse de la Ciudad de Dios.

La renuncia que expresa San Agustín, no es perfectamente original, pero sí lo es el hecho de que para su argumentación usa justamente un conocimiento agudo de la historia romana. Demuestra argumentos cristianos, usando el pasado pagano. Es decir, el último gran clásico es a la vez el primer medieval, pues en su imaginación histórica se expande un pasado que culmina en su generación. Al igual que Petrarca se posa entre los ríos del devenir y deja la Edad oscura del paganismo para sumergirse en una nueva Edad de luz: nuestra Edad media.

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